No hay que remontarse mucho tiempo atrás para recordar la vergonzante colocación de vallas en los estadios para separar a los aficionados del campo de juego e impedir así que estos saltasen al campo y que se pudiesen producir actos o comportamientos violentos. De igual forma, se instalaron túneles o pasarelas extensibles para proteger a los jugadores y árbitros a su entrada o salida del terreno de juego. Hoy sigue en vigor la norma de acotar una zona del estadio para la afición del equipo visitante y, como todos sabemos, existen partidos declarados de alto riesgo por el temor a la presencia de grupos radicales o violentos de aficionados rivales que pueden agredirse entre ellos.
Esta circunstancia no es exclusiva de nuestro país, pero sí es cierto que se asocia principalmente al mundo del fútbol profesional. No se concibe, por ejemplo, que en ese deporte se viva una competición como la Copa del Rey de baloncesto, en la que conviven en una misma ciudad las ocho aficiones de los ocho equipos participantes, durante cuatro días, compartiendo incluso una fan zone en la que interactúan y se interrelacionan.
Para el control de estas indeseables actuaciones existe en el ámbito nacional la Comisión Estatal contra la Violencia, el Racismo, la Xenofobia y la Intolerancia en el Deporte; y, en nuestro contexto autonómico, se constituyó, en septiembre del 2018, la Comisión Gallega de Control de la Violencia en el Deporte, la cual tiene la potestad de incoar los pertinentes expedientes sancionadores si detecta infracciones contempladas en la Ley 3/2012 del Deporte; en concreto, en los artículos 157 (de las personas organizadoras de competiciones y espectáculos deportivos) y 159 (de otros sujetos).
Pues bien, en su día se retiraron las vallas de los estadios porque, por una parte, se hizo una campaña de sensibilización sobre la gente, los clubes y la sociedades deportivas, y, por otra, porque se incrementaron las acciones para erradicar tales actuaciones, partiendo de una mayor implicación de la Administración, las instituciones y las propias ligas, con la imposición de sanciones que ejercen una función coercitiva, punitiva y represiva sobre los aficionados y las entidades a los que estos pertenecen, y han servido para reducir tan intolerables comportamientos. Sin duda alguna, el problema es de educación, de civismo y de convivencia. Hay que concienciar a la gente para que entienda que no puede insultar a los deportistas, ni a nadie en general, por razones de condición sexual, racial o por la simple falta de aceptación del oponente.
Y esa imprescindible educación debe comenzar en las familias, en los colegios y, en el ámbito del deporte, en los entrenadores y monitores de las categorías de base, de formación, incluso con escuelas de padres desde los clubes o federaciones, para que todos comprendan que el respeto y la tolerancia hacia el contrario, los árbitros y, en general, hacia todos los agentes que participan en el hecho deportivo, es un aspecto fundamental para la normal, necesaria y pacífica convivencia en este ámbito.
Y a ello debe sumarse una política de tolerancia cero con los grupos radicales y violentos, por mucho que apoyen a un club, a unos colores o a una determinada directiva o unos concretos gestores, quienes nunca deben aceptar, permitir ni, mucho menos, promover estos comportamientos.
Fuente del artículo en La Voz de Galicia escrito por Miguel Juane: https://www.lavozdegalicia.es/noticia/opinion/2019/12/22/necesaria-educacion-convivencia-deporte/0003_201912G22P16991.htm